domingo, 29 de noviembre de 2009

El revisor

Érase una vez un revisor de tren. Cada mañana, como siempre, con el uniforme de la RENFE y una sonrisa dibujada en los labios, un poco de cumplido, sí, pero a pesar de ello amable y sincera en cierto modo, el revisor va pidiéndoles el billete a los pasajeros, siempre anteponiendo una disculpa, como si no le gustara desconfiar, como si no le pagaran para desconfiar, perdone, podría dejarme ver su billete; por supuesto, aquí está; de acuerdo, todo en orden, gracias; de nada; adiós; adiós.

El revisor examina los billetes con cierta rapidez, pero sin acelerarse, sin agobiar, sin que parezca que le va la vida en registrar a todos y cada uno de los pasajeros del tren, como un policía vallecano en plena redada. Al pasear por los vagones, ve caras conocidas, algunas más jóvenes que otras. Los que portan carné de transporte son generalmente universitarios, a muchos los ve a diario, cómo no los va a reconocer, si cogen cada día el mismo tren, el de las ocho y cuatro, y ya ni siquiera se molesta en pedirles la documentación, para qué, si sabe que la tienen aunque no la lleven encima; a veces cruzan un par de palabras, qué tal lo llevas, joven (el revisor podría llamar al estudiante por su nombre, tiene una memoria prodigiosa, pero no lo hace por respeto, casi por humildad, también por si el estudiante se molesta, ya ves qué tontería, pero “joven”, de cualquier modo, es un adjetivo adecuado), bien, aquí con la química a cuestas, qué se le va a hacer; en fin, quién tuviera tu edad para poder estudiar; nunca es tarde; eso lo puedes decir tú, que tienes toda tu vida por delante, yo estoy mayor; no diga usted eso, nunca es tarde; sí, hijo, a veces es tarde, aunque duela reconocerlo, en fin, me voy a seguir revisando, suerte con eso, adiós, joven; adiós.

Bastantes veces le ha ocurrido al revisor encontrarse con gente sin billete ni carné ni bono alguno, y en estos casos es difícil encontrar dos reacciones iguales, algunos protestan al principio por lo bajo, pero acaban pagando; otros, piden disculpas; los menos, se dirigen a él cuando lo ven para pagar honradamente el precio del tique. Y un reducido grupo comienzan a despotricar contra la administración, contra la RENFE y contra los malditos revisores, y se niegan a pagar. Sólo un par de veces en toda su vida le ha tocado soportar situaciones así, de modo que tampoco puede quejarse demasiado.

Si algo ha aprendido el revisor es que no hay dos billetes de tren iguales. Fruto de la experiencia, está capacitado para comprobar la validez de un boleto en un vistazo fugitivo. Arriba, a la derecha, está escrita la fecha y la hora de compra. Si ésta está demasiado próxima a la hora de salida del tren, es fácil deducir que el pasajero ha llegado precipitadamente, al vagón, prácticamente al cierre de las puertas, denota, por tanto, impuntualidad, tal vez despreocupación. A veces el billete está arrugado: con probabilidad, el pasajero está nervioso. El número de billetes arrugados aumenta considerablemente en épocas de exámenes, y en junio a veces resulta difícil leerlos. En otras ocasiones, el cartoncillo está mojado y las letras borrosas, y eso puede significar que está lloviendo, pero, si en un rápido vistazo al exterior, el revisor observa que el día es soleado, el diagnóstico es menos satisfactorio, sobre todo si la humedad va acompañada de ojos llorosos.

Los billetes de tren pueden guardarse en mil sitios diferentes. Hay lectores que los emplean como marcadores de página provisionales; es frecuente que las chicas los saquen del bolso, y los chicos, del bolsillo o de la cartera. Los más despistados no se acuerdan de dónde los han metido, disculpe, señor, un segundo, le juro que lo tengo, pero no sé dónde; tranquilo, sin prisa; es que no sé dónde lo he podido meter…, ah, aquí está, tome; de acuerdo, todo en orden, gracias; de nada; adiós; adiós.

Tampoco es lo mismo un billete de cercanías que uno de larga distancia. Los portadores de los primeros suelen ser trabajadores o los ya mencionados estudiantes, que aprovechan las ventajas del transporte público y evitan los atascos, el no tener dónde estacionar y las demás desventajas de los desplazamientos en automóvil. Los segundos van más allá, tal trabajen más lejos, tal vez vayan a ver a la familia, o, quién sabe, tal vez quieran marcharse lejos, huir de lo cercano, olvidar…

Es curiosa la cantidad de cosas que la gente puede decirnos, consciente o inconscientemente, a través de las pequeñas acciones que realizan. Casi tantas como un billete de tren. Sólo es preciso saber leer entre líneas.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Los límites de la libertad

Si existe o no el destino es algo que todos nos hemos planteado alguna vez. La idea de que nuestro futuro ya está escrito en alguna parte, vete tú a saber dónde, ha sido una constante en el pensamiento humano desde que el mundo es mundo. No obstante, aún no ha habido en la Historia ninguna mente pensante que haya osado demostrar la existencia de algo tan complicado como el destino. Pero la duda sigue ahí, y mientras la idea del determinismo siga ahí, la libertad, de la que tanto oímos hablar a diario en la tele, en la radio, en los periódicos y en la calle, queda completamente en entredicho.

Pero el ser humano ante todo busca la comodidad, y lo cierto es que a todos, o a la mayoría, nos gusta pensar que somos libres a la hora de tomar una decisión. Pero, ¿qué es exactamente la libertad? Para mí, la libertad, si es que existe, y ese punto es importante, es la capacidad, exclusivamente humana, de deliberar para elegir posteriormente una opción entre varias, y tomar decisiones que afectarán a nuestra vida futura. Personalmente, diré que creo en la libertad, pero admito que es pura conveniencia. Es jodido aceptar que estamos determinados a actuar de una forma determinada, valga la redundancia, con todo lo que ello conlleva. Aceptar que en algún lugar del Universo hay algo o alguien que conoce las últimas consecuencias de nuestras “decisiones” (que ya no serían tales) implica necesariamente que no somos libres. Y esto es más serio, porque si no presuponemos la libertad en el hombre, todo se viene abajo. Porque sin libertad no hay responsabilidad, y sin responsabilidad las leyes y las normas dejan de tener sentido. Y con ellas, la sociedad, el Estado, la justicia…, pasan a no ser más que conceptos vacíos de contenido. ¿Qué sentido tiene juzgar a alguien por asesinar brutalmente a otra persona si él estaba determinado, destinado irremediable e inexorablemente a cometer ese crimen?

Toda regla tiene su excepción, y ésta no iba a ser menos. Hemos dicho que la mayoría de nosotros prefiere creer en la libertad (o, al menos, eso supongo yo), pero el determinismo también tiene sus ventajas. Los deterministas pueden eludir su responsabilidad cuando les convenga. Los deterministas no son responsables de sus actos, porque ya estaban destinados a obrar de tal o cual modo, antes de tomar tal o cual decisión. De hecho, todos hemos recurrido alguna vez al determinismo. ¿Quién no se ha justificado con la típica frase de las circunstancias me obligaron?

Pero volvamos a suponer que somos libres. La libertad tiene que tener una serie de limitaciones. No podemos ser totalmente libres, porque eso nos destruiría. Está claro que yo no puedo pegarle una paliza a mi amigo que va paseando a mi lado, por muy cabreado que esté con él. Ni puedo tampoco circular a doscientos por hora en la travesía de mi pueblo, aunque me esté muriendo de ganas de hacerlo. No soy libre para realizar ese tipo de acciones. ¿Por qué?

La respuesta parece clara. En mi opinión, una persona es libre para hacer lo que desee, siempre que sus acciones no limiten o coarten en modo alguno la libertad de los demás. O, como se suele decir más coloquialmente, tu libertad acaba donde empieza la mía.

Esto se ve claro en los ejemplos anteriores. Mi amigo, al que quiero matar de una paliza, tiene derecho a no ser agredido; si lo hago sin que él me dé permiso para hacerlo, estaré limitando su libertad: su libertad para elegir si ser agredido o no. De igual modo, los inocentes habitantes de mi pueblo tienen derecho a vivir más o menos seguros. Si yo conduzco temerariamente estoy limitando ese derecho. Tampoco tengo, por tanto, libertad para hacerlo.

En cambio, esta definición de los límites de la libertad plantea algunos inconvenientes, como casi todas las definiciones. Por ejemplo, si hemos acordado que la libertad es un asunto totalmente humano, y que los animales no son libres (que no lo son), aparentemente no hay nada que me impida ir paseando por la calle y pegarle un puntapié espectacular al primer gato que se me cruce, pues un gato es un animal, y hemos dicho que los animales no tienen libertad alguna que nosotros tengamos que respetar. Otra cosa es que apreciemos, respetemos y protejamos la vida, aunque ésta no sea humana, y consideremos que los animales tienen una serie de “derechos”, y nótense las comillas, careciendo no obstante de libertad natural.

También hay que tener en cuenta que esta concepción de la libertad implica una buena dosis de tolerancia. Tolerancia no sólo hacia lo que nosotros consideramos que está bien, sino a todas las acciones y prácticas que entran dentro de la definición de “libertad” que hemos dado, esto es, “puedo ejercer mi libertad en cualquier circunstancia, excepto si ello afecta a la libertad de otras personas”, aunque dichas acciones y prácticas puedan resultarnos inmorales. Por ejemplo, el suicidio, la eutanasia (siempre que sea incondicionada y acordada, claro está), e incluso toda práctica sexual inocua, por desviada o extraña que pueda parecernos. El aborto, sobre el que debemos reflexionar aquí algún día, es tema aparte, porque donde unos reclaman el derecho de la madre a elegir, otros anteponen el derecho del feto a vivir, luego como mínimo es lícito dudar del aborto como práctica válida y libre.

Vive y deja vivir. Sé libre y deja que los demás también lo sean. Cuando alguien haga algo que creas que está mal, algo con lo que estés en desacuerdo, párate a pensar un momento si con esa acción está afectando a tu libertad, o a la de otra persona. Si la respuesta es “no”, quizá debas pensar que un poco más de tolerancia y un poco menos de prejuicios te harán algo más feliz.